Rocío
era una chica agraciada de tez blanca y
curtida por el sol, de unos trece años.
Sus largos y negros cabellos solía llevarlos recogidos en dos cuidadas y
voluminosas coletas, laterales; sobre su
pequeña y estrecha frente destacaba el
corte recto de un tupido flequillo; sus grandes, verdes y vivaces ojos estaban
circundados por unas llamativas, largas y rizadas pestañas; sobre su pequeña,
redondeada y recta nariz así como en sus pómulos, estaban esparcidas unas
diminutas y graciosas pecas; tanto en sus
encarnadas mejillas como en las comisuras de los labios era visible
alguna que otra desagradable espinilla. Era bastante alta, y delgada como una tarma. Sobre sus extenuados y largos brazos se podían observar restos de calcomanías que habían comenzado a degradarse por el
efecto del transcurso del tiempo y las continuas zambullidas acuáticas; sobre
su muñeca derecha portaba una colorida
pulsera cuadrada, que ella misma había confeccionado con unas finas, redondas y
huecas tiras de plástico. Rocío era también una chica risueña, amable y de buen
trato, aunque a veces se mostraba
obstinada. El resto de chiquillos, además de verla como una buena amiga,
generosa y cariñosa, también eran conscientes de los signos que evidenciaban la
transformación física por la que estaba atravesando.
© ®Francisco Izquierdo Herrero
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